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Miguel Rocha

Resignificando la paz y la salud en tiempos de pandemia

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Los científicos sociales no deben sorprenderse ante la irrupción de una pandemia global, pues ésta ya estaba en los cálculos de algunos inmunólogos, economistas y políticos quienes, como Barack Obama al final de su mandato, sugería la creación de una política preventiva para una enfermedad infecciosa que podría llegar a estar en el aire en los próximos años. Irrupciones mortales como las del ébolavirus no causaron tanto impacto debido a que afectó principalmente al África, un continente para el cual el mundo ha naturalizado una visión sobre inevitables epidemias, guerras y hambrunas. Lo que sí debe sorprendernos son los evidentes vacíos y falencias que ha dejado al descubierto la pandemia en los sistemas internacionales, nacionales y locales de prevención, cubrimiento e investigación en salud. La pandemia ha revelado además, que ideas de supuesta divulgación científica como las de Yuval Noah Harari, sobre hombres dioses ya cerca de alcanzar cierta inmortalidad gracias a los avances tecnológicos, no sólo eran infundadas sino que se nutrían de una imagen grandilocuente y falsa en torno a la investigación genética. 

 

A la recurrente imagen de la guerra fría sobre el peligro de las centrales nucleares se suma, hoy por hoy, las de numerosos laboratorios de manipulación biológica financiados y/o al servicio de la industria militar. Independientemente de las teorías en boga sobre la conspiración en la posible creación del covid-19 en entornos de laboratorio, se ha hecho evidente que, al igual que en el  caso de las armas de destrucción masiva, hace falta una mayor regulación internacional y democrática sobre los usos dados a la llamada investigación de punta en lo que respecta a la genética, la bioquímica e incluso a la industria farmacéutica. Ahora bien, también resulta evidente que los impactos que estamos enfrentando a nivel planetario por los efectos del cambio climático son inseparables de la emergencia causada por la pandemia. La creciente industralización y competencia económica entre antiguas y nuevas potencias, la ampliación desbordada de las redes de consumo y en suma, la aceleración de las cadenas de extractivismo sobre lo que se ha dado en llamar “recursos naturales”, no sólo se ha sumado a otros factores para alterar infinidad de ecosistemas llevando al exterminio a numerosas especies, sino que reconfirma que muchos sistemas de producción e impacto humano a gran escala ya no son, ni serán sostenibles. 

 

Aun antes de la propuesta de la teoría del antropoceno, que resume lo civilizatorio humano como una fuerza de impacto planetario, el ecólogo Thomas Berry ya anunciaba que estábamos cambiando la química del planeta.  Un buen ejemplo es el desmesurado crecimiento de la industria masiva de carne para consumo, la cual no sólo ha implicado el abuso sistemático sobre millones de animales convertidos en productos de refrigerador, sino la consecuente destrucción de bosques, fuentes de agua dulce y la ampliación de espacios para producir alimentos a gran escala para la alimentación de las presas. El aumento de una población con requerimientos de carne y otros productos de origen animal también ha implicado nuevas presiones sobre los animales silvestres y sus sistemas biológicos (incluidos virus y bacterias), como lo denunció el narrador afroecuatoriano Guillermo Ayoví al contar que la madre de monte se está muriendo porque los cazadores de los pueblos ya no respetan ni a las crías, ni a las hembras de los animales salvajes. Si bien es cierto que algunos investigadores afirman que el salto de virus entre animales salvajes y domésticos y entre éstos y los seres humanos, puede tomar mucho más tiempo del  calculado, y no ser del todo explicable por el supuesto consumo de una sopa de murciélago en un mercado de Wuhan, también es evidente el debilitamiento inmunológico generalizado tanto de animales domésticos como de personas en entornos donde los alimentos son cada vez más procesados química y transgénicamente así como en espacios poblacionales frecuentemente contaminados por químicos y micro-partículas. Habría que recordar que con el advenimiento de algunos asentamientos agrícolas y pastoriles en la antigüedad, aumentó la convivencia entre humanos y animales domésticos. Según algunos arqueólogos tan estrecha proximidad podría haber sido una de las causas de transmisiones de enfermedades como la tuberculosis.   

 

Los impactos socio-económicos de los cierres y aislamientos causados por el impacto del covid 19 a nivel mundial son múltiples, y en algunos casos impredecibles.  Con todo, es de notar que un mundo globalizado no siempre íbamos a compartir sólo beneficios como la mayor conectividad e intercambio comercial y cultural. La velocidad expansiva del coronavirus nos ha mostrado también la otra cara de este mundo hiperconectado, y el impacto viral sobre todo en espacios en donde se concentran grandes cantidades de población como el estado de Nueva York y la zona metropolitana de Wuhan, epicentro de la pandemia. Como lo ha analizado el grupo de investigación Chuang en China, Wuhan es una capital de la construcción en la nueva China, y su producción de acero y concreto, así como sus hornos de enfriamiento, son la contraparte de su moderna apariencia de cristal. Con todo, el impacto de éste y otros acelerados crecimientos económicos, impensable sin la apertura comercial global, no debería ser aceptado, como se ha visto, para desprestigiar y culpabilizar a China por intereses y estrategias políticas de competidores comerciales como los Estados Unidos de la era Trump. En cambio, los impactos podrían ayudarnos para dar una mirada al propio patio trasero en donde se guardan o esconden los desperdicios tóxicos e industriales de unas hiper-aceleradas mega-economías que han convertido a las personas en números y en donde ya no alarman 100.000 mil o otros tanto más muertos si “la economía” puede salvarse. 

 

El colombiano Arturo Escobar ha sido uno de los tantos científicos sociales que en el mundo han centrado sus investigaciones en diseños de transición hacia un mundo plural más humanizado y menos antropocéntrico. El papa Francisco ha sido claro al enfatizar en sus mensajes y en su encíclica Laudato Si´ sobre la necesidad de reconsiderar las relaciones entre nosotros, con las demás especies, y con el planeta tierra como una totalidad viva en tanto manifestación del amor de Dios. Aun en medio de la pandemia, que pareciera ilusoriamente haber mermado por voluntades económicas y no por criterios médicos, son varias las preguntas que nos hacemos y que sólo contestarán nuestras acciones personales y colectivas. ¿La educación remota y virtual nos ayudará a disminuir el impacto de la movilización masiva en ciudades que todavía giran en torno a combustibles fósiles?  ¿Aumentarán finalmente los usuarios de bicicletas y los medios de transporte con energías limpias? ¿La arborización para producir más oxigeno y ambientes más propicios para la vida serán imprescindibles en las nuevas políticas públicas? ¿El cuidado y aumento de los bosques, no sólo amazónicos, dejarán de ser un asunto de ecólogos y activistas? ¿Recuperaremos los sentidos sobre los alimentos que tomamos y el agua que bebemos? Usar máscaras y tapabocas ¿nos hará finalmente tomar medidas para recuperar y cuidar el aire que respiramos en ciudades contagiadas por el esmog? 

 

La verdadera paz no sólo es un acuerdo respetuoso entre los hombres sino entre la humanidad, las especies hermanas y el planeta entero. Las soluciones ya no sólo dependen de unos individuos y naciones, sino del mundo entero, y de la cooperación que podamos alcanzar, respetando nuestras diferencias culturales, para exigir y trabajar por un mundo que limite los impactos de las empresas extractivistas así como de los políticos que promueven racismos e intereses militaristas. Pensamos, trabajamos y creamos por un mundo en el que podamos pensar y actuar dando prioridad a la salud y a la vida ante todo, sobre todo. 

 

 

Miguel Rocha Vivas

Departamento de Literatura

Centro de Estudios Ecocríticos e Interculturales

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